3.3.19


Como si fueras escritora o, mejor aún, como si fueras la única protagonista de la escena inicial de una sitcom -no, sitcom no-, de una comedia yankee -no alcanza para europea-, creés que estás en condiciones de sentir bloqueo de escritora. Que la página en blanco, que la copa de vino al lado de la notebook abierta. En tu mente escuchás el sonido de las teclas de la computadora que te inspira, pero sabés bien que es porque todavía la sentís nueva. Sentís bloqueo de escritora porque tu cabeza es una procesadora -de comida, simple- en la que todas las mil millones de cosas que sucedieron en estos últimos meses -¿años?- van y vienen y giran y suben y bajan y hacen burbujas, entonces creés que en cualquier momento, de todo ese magma de circunstancias alucinantes y trágicas, debería surgir un texto maravilloso, original, inédito o, al menos, con formato y contenido literario aceptable, como un káiser. Pero no. Lo que sucede es que hace algunos días pudiste escribir una frase relacionada con el amor -inmenso- que te invade. Escribiste “el amor es tan grande que rebalsa por los costados y la luna queda chica”. Después lo probaste en pretérito imperfecto “el amor era tan grande que rebalsaba por los costados y la luna quedaba chica”. Claro, sí, eso era. Sentiste que ahí venía, que en cualquier momento se iba a producir el disparo, como cuando sentís ese cosquilleo que te anticipa que estás por tener un orgasmo. Pero de pronto suena el teléfono y te distraés, o el que está abajo cambia el ritmo de movimientos y ¡zas! te quedaste sin orgasmo y sin texto. Y te encontrás sin saber qué escribir, vomitando palabras porque alguna vez te dijeron que lo importante era empezar a escribir, escribir y no parar, ganarle a la hoja en blanco. La cuestión es que, en este preciso momento, una hoja en blanco sería mucho mejor que este revuelto de Gramajo de palabras que no cuentan ninguna historia y no endulzan los ojos de quien los lee, no son ningún disparo, no son un orgasmo -claramente- y que, desde ya, no satisfacen en lo más mínimo tu necesidad -patológica- de poetizar, prosificar o literaturizar de cualquier forma cualquier momento que se te cruce por el camino. La soledad -la buena y la mala-, el amor, el odio, las reflexiones melancólicas sobre los hechos desopilantes y desgarradores pero también sobre los mágicos y conmovedores, las ganas de tener ganas, las ganas de no hacer nada, el deseo de tener un cuerpo escultural al que todos los jeans se adapten como un lienzo al óleo y que pueda recibir cantidades ridículas de arroz integral con mucho queso rallado, varias botellas de vino y banana de postre sin cambiar ni un milímetro las proporciones. Estás con vos, hola qué tal. Y es posible -muy posible- que te extrañaras -que te extrañaras muchísimo- y que por eso, entre otras cosas, sigas mareada pero eso no te impida tomarte esa copa de vino con olor a ciruela, con tinte de roble, con redondez en boca y recuerdos desfilando entre el paladar y el hipocampo. Chin-chin.

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