25.6.17

Un día pasa algo que te sorprende: se fue la euforia. Esperás encontrarte con la tristeza, o al menos con la mediocridad de sentimientos, con el desgaste emocional, con los vestigios de fuegos artificiales. Y lo que te sorprende, entonces, no es que se haya ido la euforia, sino que, después de la euforia, no haya otra cosa sino bienestar, felicidad, plenitud. Sí, hay gotitas de frustración, de preguntas cuya respuesta te encantaría tener pero sabés que no vas a conseguir en el corto plazo, hay algunas lágrimas, hay domingos de escuchar al maldito camión que pasa con su parlante distorsionado anunciando la compra de colchones y muebles usados. Claro que hay todo eso. Pero eso en medio de que está todo bien. Por primera vez no pasa nada enorme puntual ahora. No hay nada con fecha de vencimiento que motive una alegría sobredimensionada. Son las cosas de todos los días, la intensidad de una semana que parece un mes y un mes que parece un año. Una eternidad de intensidad, de magia, de lágrimas, de emociones a flor de piel, de escalofríos. La jura, el vestido y los zapatos, la merienda y la cena y todo lo del medio; el crecimiento del corazón, la aceptación, la reinterpretación de las cosas, entender lo que parecía inentendible, acercarse y amigarse con conceptos que parecían imposibles, dejarse ser por un rato, por unos días, para siempre, dejar que el cuerpo invite, porque el cuerpo sabe, confiar en el cuerpo. No estar por demás en un lugar, no poner cosas que no hacen falta. Aventurarse a esas cosas chiquitas, que el resultado sea un beso incendiado en una cocina, contra una mesada y las manos en la alacena, enconrarte con eso que habías resignado y que ahora, por fin, te están devolviendo. Abrazarte a las tres horas de sueño entre semana y que valga la pena sin dudar. Pero también poder histeriquear con los ojos, tirar papelitos a ver si pica, disfrutar de emborracharme un poco con desconocidos y disfrutar del beso de media hora, del beso de quinceañera en la puerta de mi edificio. Disfrutar de levantarme tarde, de quedarme leyendo una novela en la cama un sábado a la noche porque quiero, porque sí. Porque el domingo a la tarde hay cosas que extraño, pero hay pintar paredes, leer libros, tomar tecito, disfrutar de poder pensar sin llorar, sin pensar en otra cosa que en mi cuerpo flojo, entregado, relajado, los músculos sin tensión, flotando en un éter de que aparentemente las cosas están siendo como tenían que ser. El karma, el universo. Para mí, siempre.