13.12.15

Se te mete en el cuerpo (se te metió en el cuerpo). Entre un montón de cervezas que dijiste que no ibas a tomar, entre un montón de carjacadas que pensaste que ibas a poder contener y, por suerte, no pudiste. Se te metió el el cuerpo mientras te preguntaba si habías perdido tu centro de gravedad y vos, anonadada, obnubilada, mareada, ebria y encendida, decías que sí, a la vez que con el cuerpo te insinuabas contra una pared. Se te metió en el cuerpo a pesar del olor de cigarrillo, a pesar de tus no-sé-que, se te metió en el cuerpo mientras pensabas que no estabas pensando y de pronto no volviste a pensar por tres días seguidos. Porque se te metió en el cuerpo mientras te decía que sos un quilombo y te explicitaba por qué ser un quilombo era el mejor de los cumplidos. Se te metió en el cuerpo para inflarte los poros, ponerte la piel de gallina, hacerte llegar al punto máximo, más allá del que conocías. Sos flaca, delgada, casi insignificante de lo etérea que sos entre manos gigantes que te aprietan y te trasladan a su antojo. Flotás, casi que flotás entre ondas, onduleos, péndulos onduleantes, adrenalina que te supera, que te excita más de lo que jamás imaginaste. Dibujos nuevos en la espalda, marcas que no deberían verse, una risa más que se enrieda con otra y se entremezcla con más ganas, ganas ganas, todo el tiempo ganas. Ganas eternas, infinitas, una copa de vino, un vaso de Stella, el olor a cigarrillo no importa, enredado en el pelo lleno de nudos de suspiros, de aire agotado que vuelve a llenar los pulmones sólo para volver a salir más rápido, con un tono suave, a una velocidad ligerísima, rozando el lóbulo de tu oreja, escondiéndose en tu pelo, que es más sedoso que el mío. Y entonces no te acordás de nada, no te acordás de cómo volver a tu casa, no te acordás de por qué no desayunás medialunas todas las mañanas, no te acordás de tu nombre, de todos los miedos que se derriten, se deshacen, se difuminan en tu aliento, en mi perfume de pomelo.