30.5.17

A veces pasa que buscás la tristeza, para encontrarte en un lugar que ya conocés, que te es familiar y donde estás, de alguna manera, cómoda. Pero a veces pasa que no la encontrás. Ese manojo de dendritas que sentías te invadían la piel y jugaban al elástico con tus neuronas no está mas y, en su lugar, hay sonrisas y algo casi mejor que la sensación de plenitud: la sensación de que sabés que en unos días vas a sentirte tan plena como no te sentiste nunca. La adrenalina es la que te da taquicardia ahora (no los recuerdos); la ansiedad es por cómo vas a verte con el guardapolvo abierto, el estetoscopio lila, la birome en el bolsillo, haber llegado.
A veces pasa que sin darte cuenta, te limpiás, decidís y te hacés una con el concepto de que somos la distancia que queda entre lo que decimos y lo que hacemos: hacés todo lo que dijiste que ibas a hacer e, incluso, lo que pensaste sin llegar a decir. Vaciaste la mochila de pesos innecesarios y la tranquilidad te da piel de gallina. Está lo que tiene que estar, no está lo que había que dejar ir y, en el limbo, está lo que no puede terminar de irse (porque vos no querés) pero tampoco puede estar (porque vos no vas a regalarle el lugar).
A veces pasa que, de pronto, sin entender cómo, las cosas se acomodan. Se acomodaron. Las lágrimas que usaste mientras tratabas de desatarte los nudos de la garganta parecen eternamente lejanas, las emociones que te martillaban las sienes mientras tratabas de encontrarte ahora están ordenadas y archivadas alfabéticamente en cajoncitos de colores que vas a abrir sólo si querés. No estabas tan lejos, no estabas guardada tan en el fondo: estabas ahí nomás, esperándote a vos misma mientras tomabas un café. Sabias que ibas a llegar.
A veces pasa que no lo podés creer, que la magia te sigue dando escalofríos y que lo único que podés hacer es tomarte una copa de vino y sonreír.