11.6.17

Se puede construir con tristeza, sobre todo con tristeza de domingo, esa tristeza medio nublada, medio detenida en el tiempo, un poco de cierre y otro poco de comienzo. Tristeza en el segundo piso, no tristeza de cimientos. Tristeza en el huequito donde está bien, donde se pueden guardar un montón de cosas, donde está bien extrañar porque no duele del todo, porque es tristeza de algunos nudos en la garganta, de algunas lágrimas que se secan solas y no corren el rimmel y enseguida se diluyen en un té con limón. Tristeza en el segundo piso, porque en el primer piso y en la planta baja no hay lugar, porque hay planes y proyectos y guardapolvos planchados y recetarios en blanco y mates, hay ideas y renglones para llenar con cuentos y hay citas frustradas, que son de las mejores fuentes de anécdotas, y hay cafés improvisados y llegar a casa con sensación de plenitud en todo el cuerpo, hay jazz, hay "gracias doctora" que te ponen la piel de gallina, hay actualizaciones sobre manejo de infecciones respiratorias altas. Hay todo eso. Y entonces solamente en el segundo piso, donde están esas cosas que no definen pero que adornan, ahí arriba, está la tristeza como un poco de pimienta o de curry, el recordatorio de saber que no sabés cuando vas a volver a amar así, porque amaste tanto. Y eso también sirve para construir, haber amado, haber entregado, haber soñado, haberse ilusionado. Y llorar. Cada tanto llorar para desatar los nudos que no se desatan corriendo ni bailando ni atendiendo ni hablando. Un poco de llorar sin perder el hambre ni las ganas de salir a pasear con Oli ni las ideas para escribir los cuentos que vas a escribir.
Esta tristeza está bien, la que te recuerda y te condimenta pero no te atormenta ni te condiciona. Un poquito de tristeza de domingo.